miércoles, 4 de julio de 2007

EN EL ARBOL DE LOS SUEÑOS

En el árbol de los sueños tuve yo mi primer amor. Doce años, abrazos y besos. ¿Cuánto duró? No lo sé. Solamente sé que un día todo terminó. Ella dejó de venir a habitar mis emociones más intensas. Ella dejó de morar en mis deseos más bravíos. Ella dejó de venir adonde yo estaba esperándola todos los fines de semana… Porque era un amor de fines de semana solamente. Yo, no pude ir adonde ella se encontraba después de haber caminado los senderos asaetados de la distancia. Se fue a vivir a otro mundo. Para mí era demasiado lejos el lugar donde se encontraba. Aunque para muchos solamente eran trescientos metros. Pero es que, cuando los sentimientos se han hecho trizas, sin saberse bien por qué razón, cualquier distancia, por mínima que sea es una valla imposible de vadear incluso en los momentos más serenos. Yo sabía que el árbol de los sueños me llevó a ella cuando tenía apenas tres años de edad y ella no era ella sino otra amiguita que jamás la conoció. Me encontraron desnudo encima del cuerpo también desnudo de mi amiguita... que compartía mi misma edad. Desde entonces los sueños hermosos dejaron de tener belleza. El sueño devino pesadilla. Nadie supo comprender en aquel pueblo tan alejado del mundo, rodeado de mar que daba vida, nadie supo comprender que un niño tan pequeño pudiera estar haciendo lo que los adultos hacían normalmente. Siempre me pregunté por qué para un niño es malo lo que para los adultos es bueno. Nadie me podía contestar esa pregunta, primero porque su formación cultural no se los permitía y segundo porque jamás la hice en voz alta porque a los tres años ni siquiera yo mismo sabia que me estaba haciendo dicha pregunta. Los niños quieren ser como los adultos... Perogrullo nos enseña esa verdad incontrastable. Desde muy pequeños muchos de quienes andan por el mundo aprenden a hacer lo malo, porque veían hacer a los adultos cosas malas, cosas que para ellos como niños eran cosas malas pero para los adultos eran cosas buenas. El niño quiere ser como el adulto y si el adulto hace cosas malas que para ellos son buenas, pues el niño también aprenden a hacer cosas malas sin comprender que para ellos sean malas lo que para el adulto son buenas. Mi padre mi supo guían en un mundo donde el sufrimiento se enseñoreó en su vida y siempre quiso alejarnos de ese señorío cruento. Con él aprendí a soñar. Por supuesto, después de los sucesos negativos que tuvieron lugar a mis tres años, muchas cosas cambiaron para mí. Pero la vida seguía su curso. Las enseñanzas de mi padre me permitían enfrentar lo que no hubiera podido enfrentar de otra manera. En otras circunstancias. El árbol de los sueños fructificó en mí después de mucho tiempo porque antes no encontré tierra fértil donde la semilla, que de mi pecho brotaba, fuera depositada. Yo árbol, yo semilla, yo fruto. Un día supe que todo había cambiado. Mirando el otoño levantisco que llevaba dentro de mí, tomé la mañana entre mis manos. Me puse a caminar hacia los horizontes que terminan donde Febo canta al levantarse. El horizonte estaba lejano, muy lejano. Se internaba en la mar serena. Llegó a fundirse con el cielo. Un viento huracanado batió toda la tierra... Solamente pude ver cómo se levantaba, inmenso, el embudo selecto que concentraba la brisa marina que todo lo destrozaba en su furia. Al terminar el huracán, ya no hubo nada en mí, sino olvido. Olvido de un pasado que renace, completamente diferente, en la ternura colosal de un niño. Es un niño que me da su mano para pasar hacia donde los horizontes son más comprensibles y los mañanas siempre calidos. Apolo comenzó a besar al mar. Dentro de su calor dador de vida, él me llevó –cual padre amoroso- caminando hacia los besos estelares. Me he acercado ahíto de sueños bienhabidos a los cabellos cabalgadores de estrellas de quien culmina siendo Atena serena. Atena lozana. Nunca más regresaré –lo sé perfectamente- a los oscuros divanes donde mora el estertor agónico de las noches negras que destrozan los bulevares infantiles que supe acariciar siempre cuando marchaba sereno por los conventillos incomprendidos bañados por los rayos de la luna. En mis receptáculos inocentes de la casa paterna, donde los problemas hacían de las suyas bajo mi inocente mirada infantil, se esconde la imaginación fecunda de los corazones tiernos. Esos corazones una vez se enseñorearon en los sueños. Mis sueños. Aquellos sueños que tuve una vez y desaparecieron por mucho tiempo. Desaparecieron cuando más los necesité... Ahora han retornado los sueños a habitar en mi tierna habitación, pequeña y ornada de recuerdos que están por realizarse. He comprendido que la vida es solamente vida si es que tenemos sueños que guíen nuestro andar. Si es que nosotros nos sabemos dejar llevar por nuestros sueños. Una vez tuve miedo de todo lo que me podría hacer daño. Hoy enfrento el temor. No rehuyo sino aquello que se hace daño a sí mismo. Mas, yo sé muy bien que un día yo despertaré de este sueño eterno, que aún mora en mí, para hacerse encarnación dorada de la vida. Sé, también, que aún así, a pesar de mis despertares mas abruptos, jamás dejará de ser sueño mi sueño. El ser humano sin sueños deja de ser humano. En el árbol de los sueños tuve yo mi primer amor. Ahora continúo viviendo en el árbol de los sueños…
Walter Saavedra

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